El artefacto

Este post era de 2017. He reescrito el relato corrigiendo algunas cosas y añadiendo otras. Aquí os lo dejo, espero os guste.

Una semana más gracias por seguir ahí. Veo que sois valientes.

Quiero dar las gracias a la tristemente desaparecida Terror.Team por elegirme finalista en su concurso «Escritos de fuego«. Para mí significa mucho viniendo de ellos, unos expertos del género.

El veredicto a sido el siguiente:

Ganador: Luces y sombras de Jaume Vicent

Finalistas: Maldad de Valentín Bayón (yo) y Hoy comeremos carne de Enrique Ferrer.

Enhorabuena a los dos, seguro que son grandes y terroríficos relatos. El de Jaume lo veremos en la antología que publicarán los organizadores del concurso. El mío lo podéis leer en mi entrada «Pura maldad«, y el de Enrique esperemos poder leerlo por algún medio (si alguien puede acceder a el que avise).

No dejéis de comentar si conocéis algún otro concurso de relatos de terror o misterio.

Por otra parte le deseo lo mejor a los integrantes de la página desaparecida. Si queréis ver otro muy buen blog de terror, visitar Dentro del Monolito.

Y ya, sin más, os dejo con el horripilante relato de la semana, un híbrido de terror y ciencia ficción que espero que os atemorice hasta el tuétano.

Matías levantó la pequeña pala y apartó la arena dando golpecitos con la otra mano contra el filo metálico. Se puso bien las gafas que le colgaban del cordel del cuello y miró de cerca su hallazgo.

—¡Una maldita peseta!  —exclamó con desgana. La sopló para desprenderle la arenilla antes de guardársela en el bolsillo y colocó la pala en el cinturón —. Espero que al menos me dé suerte.

Como todas las noches desde hacía diez años, trasteaba con su detector de metales buscando pequeños tesoros por la orilla de la playa. Un día, de casualidad, acabó una cena de navidad en la orilla con un amigo, completamente borrachos. Al salir del agua se encontraron un anillo de oro medio enterrado en la arena con el que se embolsaron doscientos euros cada uno. Pensaron que debía de haber innumerables tesoros como ese perdidos por ahí y decidieron comprarse un aparato para buscarlos. Solo Matías lo hizo al final y así comenzó su afición. Por desgracia, nunca encontró nada más allá de alguna moneda antigua sin valor, algún anillo de acero y chapas y latas, incontables chapas y latas. Sin embargo, ese hobby era lo único que le relajaba después del duro  trabajo en el laboratorio. Esa noche estrenaba el regalo que le había hecho su esposa su último cumpleaños: un detector de metales de última generación Garret ATX. Un pedazo de pepino de dos mil quinientos euros, comentaba él cuando fardaba con las amistades.

Se levantó con dificultad debido al dolor que le causaba la prótesis de rodilla que le pusieran cinco años atrás y prosiguió con el rastreo bordeando la orilla como de costumbre. La vibración que emitía el aparato le tranquilizaba, le hacía olvidar desde sus problemas más truculentos a las cotidianidades más nimias.

Esa noche estaba un tanto bebido. Antes de ir a la playa, había tomado unas copas con un colega tras una buena bronca en el laboratorio.

—¿Se negaba a realizar el experimento?  —dijo su amigo lanzando una risotada.

—¿Te lo puedes creer?  —preguntó Matías dando un sorbo a su copa —. Pues a mí no me hizo ni pizca de gracia. La que me montó el niñato ese.

—Eso te pasa por fichar ayudantes en prácticas. Yo hace años desistí de ello. Sólo traen problemas. Son demasiado idealistas  —dijo haciendo el signo de las comillas con las dos manos —. Abanderados de la «moral»  —dijo repitiendo el gesto que a Matías le ponía de los nervios.

—Exacto. No me suelta el muy desgraciado que no piensa conectar los electrodos a la rata si no la seda antes. Que le parecía demasiado cruel.  —Se da un manotazo en la frente —. ¿No te jode? ¡Qué cruel ni qué hostias! No tenía yo bastante con la pandilla de jodidos animalistas que acampan día sí y día también delante del laboratorio. ¡La madre que los parió! No tienen otra cosa que hacer en sus vidas que tocarme las pelotas por esos estúpidos animales. Son alimañas. Tanto los unos como los otros. Alguien debería dejarles claro cuál es el lugar de cada uno.

—Di que sí. Pues digo yo que menos mal que no estuvieron presentes en los experimentos que nos montábamos en la facultad con aquellos malditos monos. ¿Eh? Ja, ja, ja  —dijo agarrándose el vientre de la risa.

—¡Bueno! Con aquello nos habrían colgado  —dijo Matías uniéndose a la risa y dándole un trago al whisky —. Solo de ver las baldosas bajo las mesas llenas de vísceras palpitantes, orines y heces de esos asquerosos simios se habrían desmayado.

Entre carcajadas levantaron la mano a la vez para pedirle al camarero la cuarta ronda.

Sonrió recordando esto último. La noche estaba despejada, no había luna y una ligera brisa acariciaba la costa refrescando el calor que había dejado el sofocante sol de agosto. El profesor miró el reloj y decidió que las dos y media de la madrugada era buena hora para terminar por esa noche y volver a casa.

Se daba la vuelta para volver al coche cuando el detector comenzó a pitar con brusquedad. Matías sonrió satisfecho, según las instrucciones que se había leído esa misma tarde, ese pitido anunciaba algo más grande que una mísera moneda. Tal vez la noche terminará bien después de todo. Sacó de nuevo la pequeña pala del cinturón de herramientas y removió un poco la arena. No vio nada a simple vista.

—Parece qué está profundo el muy cabrón —se dijo a sí mismo dejando en el suelo el aparato, que continuaba vibrando, para poder usar la herramienta con las dos manos—. ¡Vamos a ver!

Se arrodilló otra vez con una nueva mueca de dolor y cavó más profundo dejando caer su peso sobre la pala. A los pocos segundos dio con el culpable de los pitidos. No reconocía lo que era. Sólo veía un trozo de algo blanco. Haciendo palanca con la pala consiguió desprenderlo del suelo. Lo cogió y lo sacó. Era un huevo alargado de unos ocho centímetros, fabricado con una especie de metal pulido del que brotaban tres tentáculos grisáceos y viscosos que parecían de algún ser vivo. Los tocó con asco. Es un extraño artefacto, pensó. Será algún tipo de juguete moderno.

De pronto, la vibración del detector cesó. A Matías le sorprendió.

—¿Qué coño? Si la cargué por completo y según las instrucciones debería bastarme para unas cuentas horas más. ¡Joder!

Entonces, se dio cuenta de que no sólo el ruido del motor había cesado. Si no que todos los sonidos lo habían hecho, incluso el de las olas del mar rompiendo en la orilla. Miro alrededor, todo parecía normal, solo que el ambiente estaba sumido en un espeso silencio.

—¿Qué demonios…ah! —Un fuerte viento le azotó de golpe silenciándolo y una luz cegadora iluminó toda la playa con un potente zumbido de encendido.

Matías intentó retroceder, pero sus piernas no reaccionaban más allá del dolor de rodilla al hacer fuerza. Su cuerpo entero no reaccionaba. La luminaria se aproximaba a él haciendo su visión cada vez más dolorosa, pues tampoco podía cerrar los párpados.

Poco a poco, con dificultad, pudo distinguir como descendía del cielo un objeto triangular cuya base era más o menos del tamaño de un autobús de dos plantas.

El terror atenazó su corazón. Por unos instantes llegó a pensar que se le pararía y moriría ahí mismo de un maldito infarto. Incapaz de realizar ningún movimiento, vio como la insólita figura aterrizaba en la playa emitiendo un ligero sonido como el que realiza el aparato de aire acondicionado cuando se pone en marcha.

Una de las paredes del triángulo se separó del objeto y se deslizó hacia el suelo creando una rampa. Durante unos segundos nada sucedió. Matías pensó por un instante que todo eso no era más que un mal sueño y que pronto despertaría de la pesadilla. Nada más lejos de la realidad. Del aparato surgieron tres seres grotescamente abominables. Difíciles incluso de ver sin pensar que uno había perdido la razón y danzaba por las tierras de la locura.

Eran muy altos, de unos dos metros y medio y extremadamente flacos. En lo que el profesor supuso que era su cara, no pudo distinguir ojos, sin embargo notaba como le miraban y lo analizaban. No sabía cómo, pero sabía que lo hacían.

Se acercaron a él dando grandes zancadas y Matías pudo verlos mejor. Coronando su cabeza, vio unas terribles fauces dentadas parecidas a las de un lobo en posición vertical. Desde la espalda de su cuerpo humanoide brotaban decenas de lascivos tentáculos de color rosáceo de aproximadamente un metro y medio de largo que se movían de forma sinuosa. La piel amarilla de los seres vibraba moviéndose de un modo desagradable, le recordaban a un millar de larvas devorando un cadáver en descomposición.

Uno de los entes, el más bajo de los tres, se acercó y se paró frente a él. Matías pudo sentir un desagradable olor parecido al de los champiñones asados que tanto detestaba. De un rápido movimiento, el ser le arrancó el artefacto que había encontrado y se lo tendió al que iba tras él, el más alto y robusto. Éste lo cogió con sus manos de tres dedos y lo acarició con varios de sus tentáculos. Después, pareció asentir y emitió unos misteriosos y agudos sonidos parecidos a los que lanzan las ballenas. A esa señal, el tercero, más bajito que el segundo pero igual de robusto, rodeó a Matías con sus vigorosos tentáculos. Tenían una fuerza increíble, el dolor fue agónico. Se sentía asfixiado, el aire no entraba en sus pulmones. Se orinó encima por el miedo antes de quedar inconsciente entre los apéndices del extraterrestre.

—D…Dios mío, qué dolor de cabeza  —dijo apenas en un susurro intentando levantar la mano para palparse la coronilla pero algo sujetaba su muñeca tirando de ella e impidiendo que se moviera. Abrió los ojos. Solo veía una difusa luz que emborronaba todo.

—¿Qué ha pasado? ¿Dónde demonios estoy? Tengo mucho frío.

Percibió que estaba desnudo, tumbado sobre una gélida superficie lisa que por el tacto contra la piel de su espalda parecía de metal o de cristal. Sus ojos fueron acostumbrándose a la luz, por lo que abarcaba su visión se encontraba en una habitación con paredes cristalinas de un color azulado pálido atravesadas por decenas de tubos del mismo tono. En el techo, justo sobre él había varias luminarias que eran las culpables de la penetrante y molesta luz.

Para su desgracia y pavor, pudo ver a dos de esos horribles seres trasteando aparatos al lado suyo. Estos, a diferencia de los que viera en la playa, tenían toda la piel rosácea. Ninguno poseía esa asquerosa masa vibrante de color amarillo cubriéndoles el tronco, por lo que Matías dedujo que se trataba de algún tipo de coraza para proteger esa parte rosada del cuerpo que parecía extremadamente frágil en comparación con la de los tentáculos.

Al advertir que se intentaba mover, uno de los seres se acercó a él reproduciendo ese sonido agudo e irritante con el que se comunicaban y se quedó mirándolo. Entonces, levantó un pequeño utensilio alargado y lo aplicó al muslo de Matías, que sintió un fuerte quemazón en la pantorrilla y lanzó un grito. El ser, lejos de inmutarse, cogió otro objeto puntiagudo de una mesita situada a su lado. el profesor se percató de la presencia de esta por el rabillo del ojo. En ella distinguió una fila de extrañas herramientas. Le pareció estar observando los preparativos de uno de sus propios experimentos. Sólo que esta vez la alimaña a despellejar era él mismo. Comenzó a gritar y a patalear, pero su cuerpo fue dejando de responder en apenas uno segundos. Algo le había inoculado ese espécimen que no le permitía ni intentar moverse para zafarse de sus captores.

A pesar de los gritos agónicos y aterrados de Matías, los alienígenas siguieron con su tarea como si nada sucediera o como si estuvieran más que acostumbrados a ese tipo de situaciones. No pudo menos que pensar en las horribles hazañas llevadas a cabo por él en su laboratorio con los que él denominaba patéticos animales. Incluso creyó sentir lástima por ellos.

Un leve pitido rítmico y pausado le trajo de nuevo al presente. El profesor pudo ver como el segundo ser se acercaba con algo en las manos que emitía dicho sonido. Cuando lo situaba al lado de su cuerpo, reconoció, en los apenas dos segundos que estuvo al alcance de su vista, el artefacto ovoide que encontró en la playa.

El primer alien emitió un silbido corto al compañero, que se apartó en el acto, y acercó el utensilio puntiagudo al pecho del “paciente”. Una especie de haz de luz eléctrica parecido a un arco voltaico surgió alrededor de la punta y comenzó a cortar y cauterizar la piel de Matías, que gritó desesperado. Era un dolor como nunca había sentido. El nauseabundo olor a carne quemada inundó sus fosas nasales. No pudo reprimir unas lacerantes arcadas que desgarraban su garganta. Solo quería gritarles que él no era uno de sus asquerosos animales, que él era un ser superior, un humano inteligente. Sin embargo, supuso que para ellos solo era otro ser más por debajo de la cadena trófica.

El segundo “científico” cogió el artefacto ovoide de la playa y lo manipuló con otro aparatito triangular. En el acto, el huevo pareció activarse y cobrar vida. Los tentáculos empezaron a moverse en una oscilación frenética y lasciva. Repugnante.

Matías intentó mover el cuerpo para soltarse pero todo era inútil. ¡Qué civilización de hijos de puta deja inmóvil a su víctima pero no impide que sienta el dolor!, pensó con pavor. Entonces recordó de nuevo sus propios experimentos y lloró.

El primer alienígena terminó de abrir su vientre con parsimonia, cauterizando la herida a medida que se abría.

—¡Oh, Dios! ¡No, por favor!

El segundo dejó el artefacto de la playa, que pitaba con más fuerza y se movía con mayor ímpetu, sobre el estómago del paciente. Matías lanzó desgarradores gritos de sufrimiento y auténtico terror cuando sintió que los tentáculos del huevo se aferraban con fuerza a su carne para desplazarse, pellizcándola a cada centímetro que recorrían, hasta en el interior de sus tripas a través de la herida abierta. Se movía con gran agilidad y velocidad, como una cucaracha que se esconde bajo el frigorífico cuando encendemos la luz.

—¡Ahgggg!

El intenso dolor que provocó el extraño dispositivo introduciéndose en sus entrañas hizo que el científico se desmayara.

La profunda negrura lo invade todo. Un pitido rítmico suena en ecos por doquier. Figuras negras con largos tentáculos le persiguen emitiendo sonidos espeluznantes que le enloquecen. Por mucho que Matías corre, le consiguen atrapar y varios de esos álienes le clavan sus horrendos tentáculos en el cuerpo para sacar todos sus órganos sanguinolentos.

—¡Aggghhh¡ —lanza un alarido despertándose de golpe e incorporándose en su cama. Está totalmente empapado en sudor, incluso las sabanas quedan mojadas y adheridas a su cuerpo. Nota como una mano se posa en su pecho y vuelve a chillar angustiado apartándola de un manotazo.

—Tranquilo, cariño. Soy yo —le dice su mujer, tranquilizándolo y mirándolo con una sonrisa cariñosa—. Has tenido una pesadilla. —le acaricia la cara.

—Joder, Consuelo, que mal trago —dice Matías con su acostumbrado mal humor apartando la mano de su esposa y sentándose en la cama—. Si te he despertado, lo siento —dice sin sentirlo, tranquilizándose al pensar que todo ha sido una pesadilla causada por la resaca.

—No, cariño, tranquilo. Si no me ha despertado tú grito —aclara sonriente acostándose de nuevo—, sino ese puñetero pitido.

—¿Qué pitido?  —pregunta entrecerrando los ojos y mirando a su mujer con esa mirada condescendencia que siempre le pone.

—Ese. ¿No lo oyes? —dice mirando confusa a su marido—. Lleva sonando un rato. Estaba tan cansada que no tenía fuerzas ni para avisarte. Imaginé que era la alarma de algún vecino.

—Ah! Sí, sí que escucho algo, pero… No…no es fuera, ¡qué coño! Es aquí dentro  —dice poniéndose en pie y mirando alrededor con la sábana enredada al cuerpo. Se aparta un poco buscando la procedencia y esta cae desmadejada a sus pies.

—Sí  —exclama la mujer —, es verdad. Ahora sí que me parece que viene de aquí dentro puede que… ¡oh, dios mío! Ma… Matías  —llama la mujer con la voz quebrada por el pavor.

—Voy, voy  —contesta dando una vuelta sobre sí mismo para desenredarse las sábanas de los pies.

—Matías  —dice levantando un poco la voz.

—¡Que ahora las cojo, hostias!

—¡Que no es eso, joder, Matías!  —exclama ella ya impaciente.

Él sorprendido por el grito de su sumisa esposa se gira para contestarle alguna grosería por impertinente, pero al ver la tez pálida y aterrada de su mujer enmudece. Ella le señala.

—El sonido… viene de…el sonido viene de tu camisa.

Al mirar ahí, descubre una luz parpadeante que acompaña el ritmo de ese extraño pitido a través de la tela.

—¿Qué cojones…

La mujer acerca la mano al pijama y lo coge. Se queda unos segundos parada, sin atreverse a levantar la tela. Mira a Matías, que está encorvado sobre sí mismo, petrificado. Mirando, sin hacer ni decir nada. Es la primera vez en cuarenta años que ve a su marido sin esa expresión de seguridad que tanto atesora siempre. Entonces, Consuelo levanta de un tirón la camisa del pijama con la mano temblorosa.

Un gritó aterrador surge de sus labios y Matías tiembla de pánico, sin poder hacer nada que no sea orinarse encima. Los dos miran horrorizados y asqueados la repugnante cicatriz que le atraviesa el vientre. Aún esta roja y húmeda y se mueve como si unos tentáculos viscosos se retorcieran en su interior.

¿Cómo se os ha quedado el cuerpo? Espero que temblando de pavor.

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